Introducción
Parece estar más allá de toda duda la percepción de que la hermenéutica filosófica ha tomado cada vez más un lugar de mayor prominencia en el ámbito de la filosofía contemporánea. Desde Friedrich Schleiermacher y Wilhelm Dilthey pasando por Martín Heidegger, Hans-Georg Gadamer, Paul Ricoeur, Jean Grondin y Mauricio Beuchot, ha tenido lugar paulatinamente el ascenso de esta visión de la hermenéutica como preeminente de facto en el quehacer filosófico actual. Sin embargo, la raison d’être de este brioso ascenso de la hermenéutica ha constituido también indubitablemente uno de los puntos álgidos del debate en cuanto que se cuestiona la preeminencia de la hermenéutica filosófica de iure. Dicho en otros términos: si bien es verdad que se ha dado en el pensamiento filosófico contemporáneo este realce de la posición de la hermenéutica como el filosofar contemporáneo por antonomasia, también es posible preguntarse si dicho proceder podría ser potencialmente cuestionado como superfluo, improcedente e innecesario. Es, pues, en el marco de dicho cuestionamiento donde radica la necesidad de aducir algún tipo de justificación para el filosofar hermenéutico en general.
Dicha justificación requeriría una labor mucho más extensa y de mayor envergadura que las reflexiones que aquí se proponen. En efecto, el propósito fundamental de las brevísimas reflexiones que se buscan esbozar en este trabajo no es más que la explicitación de un potencial camino de problematización de los temas modernos que han suscitado algunas de las soluciones aducidas por el pensar hermenéutico, particularmente aquellas relacionadas con los elementos simbólicos, sociales y culturales de los cuales la filosofía moderna (y sus herederos) no pudo dar cuenta de manera satisfactoria. El éxito en llevar a cabo la problematización de dicha temática constituiría de suyo una suerte de justificación prima facie con respecto a la necesidad del filosofar hermenéutico. Así pues, el asunto central de estas reflexiones está constituido y estructurado por la tematización de las perniciosas consecuencias que surgen de abordar la cuestión de lo interno y lo externo de manera dicotómica, que es la manera en la que lo abordó el pensamiento de raigambre cartesiano, por lo menos como se entiende dicho pensamiento tradicionalmente.
En este sentido, el bosquejo de las reflexiones que seguirán a continuación puede entenderse en los siguientes términos. Después de haber tematizado grosso modo la tesitura propia de la problemática que surge en el pensamiento moderno con respecto al tema de lo interno-espiritual y lo externo-extensivo, retomaré algunos de los elementos del pensamiento de Wilhelm Dilthey, con vistas a generar una suerte de justificación retrospectiva y comparativamente mediada con respecto a la cuestión en boga. En otras palabras, las siguientes reflexiones buscarán concluir la necesidad del filosofar hermenéutico en la medida en que éste puede resolver más cabalmente la problemática externo-interno de manera más parsimoniosa, consistente, armoniosa y plausible que los reduccionismos propios de las posiciones dicotómicas estrictas y herederas de un cartesianismo burdo sin ningún tipo de matiz, y sin la renuncia de los elementos espirituales propios de la cultura y el mundo de la vida intersubjetivamente compartido.
El contexto del problema
Es bien conocido el hecho de que Descartes arrancó sus reflexiones filosóficas a partir de la duda metódica: «La razón me persuade desde un principio que no debo negarme con más cuidado a otorgar crédito a las cosas que no son por completo ciertas e indubitables, que a las que nos parecen con evidencia falsas, será suficiente que yo encuentre el más mínimo motivo de duda para hacer que las rechace a todas»[1]. Resulta, pues, llamativo considerar el hecho de que, si bien Descartes dudó de los sentidos y de los pensamientos que éste tenía, él no dudaba de que su consciencia fuera tal como se aparece a sí misma, inclusive bajo el supuesto de que ésta estuviera bajo el poder de un genio maligno o un engañador muy poderoso: «Pero entonces no hay duda de que soy, si me engaña; y que me engañe cuanto quiera, él no podrá nunca hacer que yo no sea nada mientras que yo piense ser algo»[2]. En este mismo tenor, es menester recordar que para Descartes las cosas podían aparecer ante la consciencia de manera clara y distinta, es decir, la realidad podía ser objeto de intuición prístina como lo entendía el autor de las Reglas para la dirección del espíritu:
Entiendo por intuición, no el testimonio fluctuante de los sentidos, ni el juicio falaz de una imaginación incoherente, sino una concepción del puro y atento espíritu, tan fácil y distinta, que no quede en absoluto duda alguna respecto de aquello que entendemos, o, lo que es lo mismo: una concepción no dudosa de la mente pura y atenta que nace de la sola luz de la razón, y que, por ser más simple, es más cierta que la misma deducción… Así, cada cual puede intuir con el espíritu, que existe, que piensa, que el triángulo está determinado por tres líneas solamente; la esfera, por una superficie y otras cosas semejantes, que son mucho más numerosas de lo que creen muchos, porque desdeñan parar mientes en cosas tan fáciles.[3]
Ante esta visión de la res cogitans cartesiana, la filosofía ha reaccionado en diversas maneras. En particular, señala Ricoeur que Marx, Nietzsche y Freud ─los maestros de la sospecha─ han dudado no sólo de las intuiciones de la consciencia, sino que también han dudado de la consciencia misma; éstos consideran que hay una consciencia «falsa» que ha de ser descifrada en sus expresiones y manifestaciones extrínsecas ─análisis que ya había sido sugerido in nuce por Dilthey, como se verá posteriormente─. En pocas palabras, aun la consciencia requiere de una interpretación y una comprensión en clave de una hermenéutica del sentido:
Descartes triunfa de la duda sobre la cosa por la evidencia de la conciencia; [Marx, Nietzsche y Freud] triunfan de la duda sobre la conciencia por una exégesis del sentido. A partir de ellos, la comprensión es una hermenéutica: buscar el sentido, en los sucesivo, ya no es deletrear la conciencia del sentido, sino descifrar sus expresiones… Si la conciencia no es lo que cree ser, debe instituirse una nueva relación entre lo patente y lo latente; esta nueva relación correspondería a la que la conciencia había instituido entre la apariencia y la realidad de la cosa… Lo esencial es que los tres crean, con los medios a su alcance, es decir, con y contra los prejuicios de la época, una ciencia mediata del sentido, irreductible a la conciencia inmediata del sentido.[4]
De este modo, Ricoeur señala con mucha fineza el cambio radical que propone la hermenéutica ante la visión cartesiana. Si bien anteriormente se había considerado que aquello que estaba en la consciencia era claro y distinto, ahora se muestra, a partir de las críticas llevadas a cabo por los maestros de la sospecha, que ésta ha de ser sometida a un análisis hermenéutico en la medida en que se da en la consciencia un proceso de ocultamiento-mostración. Pero ¿cómo se ha de analizar hermenéuticamente la consciencia si ésta siempre reside stricto sensu en una realidad originaria interior? El cogito cartesiano es un sujeto hermético ante los otros y ante el mundo; el sujeto cartesiano únicamente tiene evidencia y acceso privilegiado a su interioridad originaria: lo interior y lo exterior no se mezclan. En efecto, no está de más traer a la memoria el hecho de que Descartes tuvo un peculiar problema en tratar de relacionar la res cogitans con la res extensa, problema que influyó indubitablemente en las reflexiones de los filósofos poscartesianos. Es precisamente en este punto donde Wilhelm Dilthey puede tener un aporte sumamente significativo, el cual puede ayudar a esclarecer la justificación retrospectivamente aprehendida que tiene lugar en el filosofar hermenéutico actual.
La tentativa de solución hermenéutica
Es bien sabido que Wilhelm Dilthey, a lo largo de su carrera filosófica, quiso instaurar el programa de justificación de las ciencias del espíritu en contraposición al de las ciencias de la naturaleza, en virtud de que se había planteado, en el contexto intelectual de su tiempo, a estas últimas como hegemónicas, mientras que a aquellas se le consideraba como inexistentes o, por lo menos, como inviables. Este hecho tiene una importancia capital con respecto a la hermenéutica filosófica en cuanto que la hermenéutica se erige también como una propuesta para comprender, a través de un proceso interpretativo, el sentido de los fenómenos que se dan en un mundo intersubjetivamente compartido de manera que podría parecer muy distinta a la que tiene lugar en las ciencias naturales. En este contexto, con vistas a analizar cabalmente algunas de las implicaciones de dicho programa, conviene evocar la definición diltheyana de ciencia en la medida en que ésta habla de «hechos espirituales».
El lenguaje corriente entiende por ciencia un conjunto de proposiciones cuyos elementos son conceptos, completamente determinados, constantes y de validez universal en todo el contexto mental, cuyos enlaces se hallan fundados, y en el que, finalmente, las partes se encuentra entrelazadas en un todo a los fines de la comunicación, ya sea porque con ese todo se piensa por entero una parte integrante de la realidad o se regula una rama de la actividad humana. Designamos, por lo tanto, con la expresión ciencia, todo complejo de hechos espirituales en que se dan las indicadas características y que, por lo general, suele llevar tal nombre.[5]
¿Qué constituiría, empero, un «hecho espiritual? Por un lado, según la definición diltheyana de ciencia, la ciencia se da «en un todo a los fines de la comunicación». No obstante, si se habla de ciencia en términos de comunicación, ineludiblemente ha de entenderse dicha comunicación en clave de intersubjetividad so pena de violentar la característica más propia del término. De esta manera, si se le puede conceder a Dilthey un mínimo de validez con respecto a dicha definición, habrá que conceder a su vez que la ciencia lato sensu debe ser concebida como una labor en conjunto, cuyos vericuetos trascienden los horizontes de la subjetividad herméticamente constituida de manera cartesiana. Por otro lado, cuando Dilthey se refiere a «hechos espirituales», esta expresión parecería remitir, en un primer momento, en cuanto que lo espiritual tiene una semántica con connotaciones históricamente determinadas, a elementos que pudieran concebirse prima facie como propios de la actividad subjetiva del cogito cartesiano cerrado sobre sí mismo. Por consiguiente, tomando la definición diltheyana de «ciencia», en conjunción con las connotaciones propias de «espiritual», podría sugerirse que existe una suerte de inconmensurabilidad a priori entre ambos elementos, es decir: difícilmente se podría decir que una ciencia estudie «hechos espirituales» en cuanto que lo espiritual remite ineluctablemente ─bajo el entendimiento cartesiano de espiritual─ a un ámbito que no puede ser alcanzado extrínseca y comunitariamente, lo cual, por cierto, constituye un aspecto propio de la ciencia.
Así pues, que Dilthey hable de «hechos espirituales» resulta sugerente en la medida en que parece hacer coincidir metodológicamente dos elementos que bajo el paradigma cartesiano no tienen lugar prima facie. ¿Cuál es, pues, la razón de que Dilthey se aboque a dicha definición? La respuesta de Dilthey es sumamente llamativa: no se ha de entender el espíritu como cerrado sobre sí mismo e indefectiblemente incapaz de ser alcanzado por el otro. Por el contrario, la vida interior del individuo se halla rebosante en manifestaciones espirituales extrínsecas, cuya expresión de vivencia puede ser sometida al escrutinio y comprensión de una comunidad intersubjetivamente constituida. En este sentido, se puede retomar el lenguaje hegeliano de «espíritu objetivo», puesto que la manifestación vital que ha brotado de la interioridad subjetivista no determinada herméticamente constituye propiamente obras culturales, es decir, obras espirituales, las cuales, por un lado, cobran una cierta autonomía e independencia propia, y, por otro lado, están sujetas a interpretación; es en este punto donde se desdibujan las líneas entre lo propiamente interno y lo externo. En efecto, Hans-Ulrich Lessing explica elocuentemente el pensamiento de Dilthey en este asunto:
Las expresiones de vivencia alcanzan un significado particular para las ciencias del espíritu porque en ellas se abre un ámbito espiritual cuya interpretación no se ve afectada por intereses prácticos, cambios de punto de vista, etc. En las grandes obras de la literatura y la filosofía, en las que algo espiritual se desprende de su creador encontramos un territorio «en el que se acaba el engaño»… Lo decisivo, pues, es que en estas grandes obras literarias y filosóficas nos enfrentamos a un contenido espiritual autónomo, desprendido de su autor. Estas obras no dicen ya nada del autor, de su individualidad y del contexto anímico que subyace a su producción; en esta medida, el comprender no se dirige a la conexión de vivencias en el autor que la haya producido, sino que capta la obra como producto espiritual autónomo. No funciona ya la comprensión «psicológica» que desvela la vida anímica ajena según el esquema de deducción por analogía, sino que se abre el dominio de una comprensión auténticamente «hermenéutica».[6]
Dicha visión de lo externo y lo interno como una falsa dicotomía no constituye sino la apertura a un mundo simbólico y cultural intersubjetivamente compartido, cuyo sentido no se presenta ante la consciencia de manera inmediata, sino que se funda una relación mediata entre la consciencia y el sentido de sus expresiones de vivencia, por un lado, y se desdibujan, por otro lado, las líneas entre lo interno-espiritual y lo externo-extensivo, abriendo de esa manera la posibilidad y la necesidad fáctica de llevar a cabo la faena filosófica en clave de una hermenéutica en su sentido amplio.
Reflexiones finales
Habiendo esbozado las reflexiones anteriores, es menester explicitar cómo el esquema diltheyano constituye una suerte justificación con respecto al pensamiento hermenéutico y su fecundidad con respecto al pensamiento cartesiano. Como se ha señalado, las reflexiones bosquejadas en este texto han sido únicamente preliminares, y éstas tienen como fin subrayar, a manera de bosquejo, algunas de las problemáticas que pueden ser profundizadas con respecto a la visión de la filosofía moderna en clave cartesiana. Sin embargo, no parece extemporáneo resaltar nuevamente un punto central de la exposición: la incapacidad de distinguir tajantemente entre los elementos espirituales-internos de los elementos externos entendidos como res extensae en el lenguaje cartesiano. Dicha cuestión tiene su importancia en la medida en que se abordan dos corolarios perentorios: 1) la relación de las ciencias naturales con la filosofía, y 2) la legitimidad de la hermenéutica en el discurso filosófico contemporáneo.
En primer término, conviene reiterar el hecho de que Dilthey forjó su proyecto de justificar las ciencias de espíritu frente a las ciencias de la naturaleza, debido a que estas últimas eran entendidas como la única fuente posible de conocimiento verdadero, mientras que el objeto de estudio propio de las que llegarían a ser llamada «ciencias del espíritu» no podían ser consideradas como fuente conocimiento en sentido estricto, debido a que no se podía, a partir de éstas, formar juicios de carácter universal y necesario, cuya validez presuntamente objetiva no estaba sujeta a la interpretación por parte de un individuo o comunidad. Así pues, parece que, en virtud las consecuencias del trabajo llevado a cabo por Dilthey, es posible aducir algunas razones por las cuales esta pretensión de objetividad cuasietérea no resulta ser fácticamente adecuada. Por el contrario, parece que el desdibujamiento de lo interno y lo externo también tiene implicaciones para el entendimiento de la «cultura científica». En efecto, la cultura científica está simbólicamente mediada por determinadas manifestaciones y expresiones de vivencia, las cuales han de ser sometidas a interpretación no menos que otros objetos y comunidades culturales tradicionalmente entendidos como tales. Si bien estas implicaciones deben ser radicalizadas y profundizadas en reflexiones posteriores, es importante señalar la fecundidad conceptual que estas ideas tienen in ovo.
El segundo y último corolario que surge de las reflexiones expuestas es precisamente la conclusión anticipada en la introducción de este trabajo: la preeminencia de la faena hermenéutica no sólo de facto, sino de iure. Si la distinción entre lo interno y externo resulta inviable en cuanto que el elemento simbólico propio del lenguaje y el espíritu objetivo permea múltiples ámbitos de las interacciones humanas, ello implica que el ejercicio hermenéutico no constituye meramente una posibilidad entre muchas otras del filosofar contemporáneo, sino que constituye el ejercicio filosófico sine qua non en el cual el hombre en general, y el filósofo en particular, ha de habitar vital, existencial y conceptualmente, en la tesitura de un mundo de la vida repleto de manifestaciones culturales intersubjetivamente compartido.
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