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El caso Galileo y la historia ciencia-fe




Por: Daniel Huelgas


La versión más divulgada sobre el proceso de Galileo Galilei ante la Inquisición Romana en 1633 ha sido aquella que nos pinta a un Galileo sufriente, encarcelado por años y que incluso fue muerto en la hoguera. En este texto explicaremos brevemente por qué el relato de Galileo, como mártir científico, es un mito, y también porqué este no podría servirnos para modelar realmente la compleja relación histórica entre teología y ciencias.


En primer lugar, el relato del Galileo como mártir de la ciencia moderna es falso, en el sentido cotidiano de la palabra mito, es decir, ideas que son de hecho falsas pero que se han considerado y divulgado como ciertas. Primero, porque Galileo no pasó sus últimos nueve años de vida en la prisión de la Santa Inquisición, sino que, durante el proceso de 1633, estuvo hospedado en la habitación del fiscal, y no hay registro de que recibiera mal trato alguno. Su condena de prisión se transmutó inmediatamente en prisión domiciliaria (2,3). Y tampoco murió en una hoguera, sino que murió por causas naturales, a los 78 años, el miércoles 8 de enero de 1642, en su casa, una villa en Arcetri, no muy lejos de Florencia. De hecho, fue allí donde terminó de escribir su última obra: Discursos y demostraciones en torno a dos nuevas ciencias (1638) (3).


En segundo lugar, Galileo, personalmente, no tenía un conflicto con la teología cristiana, en lo esencial, sino más bien con algunas interpretaciones literales de las Santas Escrituras concernientes a la realidad natural y al estatus de dogma de fe que les daban algunos, utilizándolas como argumentos teológicos en contra de la realidad del heliocentrismo.

En su carta a la duquesa Cristina de Lorena (4), vemos cómo el científico posicionó a descubrimientos astronómicos en relación a su convicción de fe:


“[..] Por ello, con una afirmación solemne (y pienso que mi sinceridad se manifestará por sí misma), no sólo me propongo rechazar los errores en los cuales hubiera podido caer en las cuestiones tocantes a la religión, sino que declaro, también, que no quiero entablar discusión en esas materias (..) alejadas de mi profesión personal (…) pues no me propongo con ellos cosechar un fruto que me hiciera traicionar mi fidelidad por la fe católica”.

Y también, cómo declaró que el problema de fondo estaba en darle el carácter de dogma de fe a afirmaciones de la ciencia natural:


“(…) que leyéndose en muchos párrafos de las Sagradas Escrituras que el Sol se mueve y la Tierra se encuentra inmóvil, y no pudiendo ellas jamás mentir o errar, de ahí se deduce que es errónea y condenable la afirmación de quien pretenda postular que el Sol sea inmóvil y la Tierra se mueva. […] en ningún caso las Sagradas Escrituras pueden estar equivocadas, siempre que sean bien interpretadas. […] Las palabras de la Escritura no están constreñidas a obligaciones tan severas como los efectos de la naturaleza y Dios no se revela de modo menos excelente en los efectos de la naturaleza que en las palabras sagradas de las Escrituras”.

Por lo tanto, no considero al mito Galileo como un prototipo para modelar la relación teología-ciencias pues non podemos olvidar que ya existía una compleja relación entre éstas dos áreas desde una época previa a la de Galileo, es decir, la Edad Media.


Durante el medievo, uno de los personajes más influyentes del pensamiento medieval fue San Agustín (Siglo V). El obispo de Hipona tuvo contacto con escritos de la filosofía clásica griega, que incluían en su contenido tanto metafísica y la teología natural como filosofía de naturaleza y no negó la utilidad de estos conocimientos para la interpretación bíblica y la apologética. Dado esto, consideró a las ciencias naturales paganas como siervas de la religión y de la Iglesia. Este modelo de las ciencias naturales como siervas influiría más tarde en otros intelectuales como Roger Bacon, quien citaría este pensamiento agustiniano en el siglo XIII, arguyendo que la sierva había demostrado ser fiable y se podía confiar en ella con poca o nula supervisión.


Otros ejemplos fueron las universidades del imperio latino de Occidente. Las universidades de Bolonia, París, Oxford son algunos ejemplos del siglo XIII que fungieron como escenario de la relación entre teología y ciencias, ya que allí tanto eruditos cristianos de occidente como judíos, griegos y musulmanes, tradujeron y mantuvieron obras de autores como Galeno, médicos islámicos, Euclides, Arquímedes, Ptolomeo y Aristóteles.


Todo este corpus de conocimiento filosófico y científico clásico fue estudiado y asimilado poco a poco en las universidades, sin embargo, la relación ciencias-teología no estuvo lejos del conflicto en este proceso. Particularmente, las obras de Aristóteles fueron difíciles de asimilar al principio del siglo XIII causando estupefacción en algunos teólogos. Recordemos que las obras aristotélicas contienen temas diversos que van desde metafísica y epistemología hasta cosmología, psicología, y casi todas las ciencias naturales.


La universidad de París fue uno de los lugares en donde se escucharon los primeros estruendos. En 1210 un consejo de obispos prohibió allí las enseñanzas de la filosofía natural de Aristóteles, debido a presuntas tendencias panteístas. En 1231 el papa Gregorio IX renovó las prohibiciones de 1210 especificando que las obras de Aristóteles sobre la filosofía natural tenían valor, pero no podrían estudiarse hasta no haber sido “purgadas de todo error que se sospeche presente en ellas”. Sin embargo, más que perjudicar, esto ayudó a poner mayor atención sobre las obras de Aristóteles y para 1255 la fuerza de esa prohibición fue debilitándose a tal grado que la facultad de artes de París aprobaría nuevos estatutos que estipulaban la enseñanza de todos los libros de Aristóteles.


Por otro lado, la recepción de la facultad de teología fue muy diferente. Hacia 1270, las tendencias liberalizadoras de la facultad de artes ocasionaron que el obispo de París, Étienne Tempier, interviniera emitiendo un decreto de condena con 219 proposiciones heréticas, muchas de ellas aristotélicas, enseñadas en la facultad de artes. Finalmente, aunque escabroso el camino, la ciencia aristotélica estuvo abierta a debate en la universidad y terminó por convertirse en la filosofía oficial de la Iglesia católica de Roma en el siglo XVI.

Desde el siglo V hasta el siglo XIII, las instituciones cristianas europeas, como los monasterios y universidades, mantuvieron la tradición científica clásica, lo que supuso una recuperación de esta en la cultura occidental. Y durante ese periodo, las relaciones entre teología cristiana y ciencias naturales tuvieron momentos de incertidumbre, pero, en conjunto, la relación fue de coexistencia pacífica y, a veces, de apoyo mutuo.


Para finalizar este punto, valdría la pena mencionar algunos de los frutos de esa tradición científica occidental del medioevo. Por ejemplo, Nicolás Oresme (1320-1382), -matemático, cosmólogo y clérigo-, anticipó las coordenadas cartesianas, discutió la posible rotación de la Tierra sobre su propio eje, estudió la dinámica del movimiento y denunció la alquimia como fraude. Alberto Magno (1200-1280), escribió un libro magnífico sobre zoología descriptiva y teórica, así como una obra más breve sobre botánica. Y, también, la anatomía, la fisiología y la medicina permanecieron como tradiciones intelectuales, inspiradas en las obras latinas de Galeno. Los progresos en la clínica están representados en la profesionalización de la medicina y la creación de hospitales, atendidos por médicos y concebidos como lugares no para morir, sino para sanar.


Estos, y otros ejemplos más, sirvieron como fundamentos para la investigación científica moderna de los siglos XVI y XVII. Las universidades medievales tardías se transformaron en incubadoras de las matemáticas, astronomía matemática y la ciencia del movimiento. Esa última, por ejemplo, obtuvo resultados de los que 250 años más tarde Galileo tomaría como punto de partida para las dos primeras proposiciones de su cinemática madura.


En conclusión, el mito de Galileo ha suscitado controversias sobre la relación entre ciencia moderna y teología cristiana, sin embargo, a través de la investigación historiográfica vemos más claramente cómo fue todo el asunto. Sería una traición a la historia tomar el mito de Galileo como modelo de la relación entre ciencias naturales y teología cristiana no solo por su naturaleza inverosímil, sino porque en la Edad Media se puede reconocer una relación más bien rica que simple y que sirvió como fundamento para el nacimiento de la ciencia moderna.

La descripción que hizo David C. Lingberg (1) sobre la relación teología-ciencias de la época previa a Galileo, me parece muy equilibrada:

Si necesitamos una afirmación explicativa (…) propondría la siguiente. El primer milenio y medio de la era cristiana vivió episodios tanto de oposición como de aceptación entre dos tradiciones poderosas, el cristianismo y las ciencias naturales, cada una con su historia, sus instituciones, sus tradiciones intelectuales o espirituales, su clientela y una inclinación a defenderse. En ocasiones se enzarzaron en disputas, intentando ocupar el mismo terreno intelectual (..). No obstante, al final los contendientes prefirieron (en la mayoría de los casos) la paz a la guerra y encontraron medios para la acomodación, el compromiso, la satisfactoria distribución de competencias, y en último término, la coexistencia pacífica”.

Bibliografía

1. Harrison, P. (Ed.). (2017). Cuestiones de ciencia y religión: pasado y presente. Sal terrae.

2. Numbers, R. L. (Ed.). (2009). Galileo goes to jail and other myths about science and religion. Harvard University Press.

3. Artigas, M. (2000). Lo que deberíamos saber sobre Galileo. En Scripta Theologica, 32, pp. 877-896.

Galilei, G. (1615). Cartas copernicanas. Consultado en https://es.wikisource.org/w/index.php?oldid=466913




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