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Génesis y la ciencia moderna



Por: Juan José Sánchez


Introducción

Hoy en día, es prácticamente imposible desentenderse completamente de la visión científica que domina al mundo contemporáneo. Desde los descubrimientos de la cosmología, la astronomía, las neurociencias y la evolución biológica hasta el internet, las exploraciones espaciales y las bombas atómicas, la ciencia y la técnica constituyen un paradigma fundamental y hegemónico a partir del cual se interpreta de facto la vida humana hoy por hoy. Asimismo, atendiendo al desarrollo histórico de los últimos dos siglos, es menester señalar el progresivo y paulatino avance de una mentalidad (neo)positivista y cientificista, cuyo reduccionismo epistemológico anti-metafísico ha permeado a prácticamente todos los niveles de la cultura actual. A causa de dicha situación, no es poco común escuchar a la gente decir que “la ciencia ha demostrado que Dios no existe”, aduciendo al hecho de que las ciencias naturales han contribuido innegablemente al bienestar humano y, aún más importante, han provisto explicaciones naturales de la realidad sin necesidad de apelar a causas o principios de explicación divinos. En este sentido, la mayoría de las personas que sostienen dicha postura ha adoptado acrítica e irreflexivamente esta visión cientificista, lo cual ha llevado, en último término, a un escepticismo acérrimo para con el texto bíblico (especialmente el relato del Génesis).


Por otro lado, siendo el ser humano constitutiva e ineluctablemente religioso, ha habido una necesidad de responder contundentemente a los reduccionismos y escepticismos presentes en el mundo de hoy. Así pues, algunos creyentes y grupos de creyentes han buscado defender la racionalidad de la creencia en Dios, tal y como se ha revelado a sí mismo en las Sagradas Escrituras, partiendo precisamente del paradigma dominante contemporáneo (las ciencias naturales) y abrazando tácitamente muchos de sus supuestos filosóficos erróneos y perniciosos como punto de partida. En este sentido, se ha intentado responder a los cargos de que “la ciencia ha demostrado que Dios no existe” con los mismos métodos de las ciencias naturales, sin prestar debida atención a la autonomía propia del universo, la cual ha sido también establecida por Dios de esa manera. Aunque la motivación es indubitablemente piadosas y bien intencionada, puede sugerirse que la consecuencia que esto ha traído ha sido, en último término, el abrazar una postura opuesta pero no menos reduccionista, como el “creacionismo de la tierra joven”, el cual postula que, si es necesario elegir entre la ciencia y la Biblia, se tiene que elegir a favor de la Biblia (entendida literalmente) y en contra de la ciencia contemporánea. Por consiguiente, para poder determinar si hay contradicción entre el relato de Génesis y la ciencia moderna, resulta patente el hecho de que, so pena de exacerbar la polarización actual, se requiere un análisis más detenido y menos simplista, a fin de obtener un entendimiento cabal del mensaje principal y más importante del relato bíblico.


Las afirmaciones de las Sagradas Escrituras

¿Es verdad que las afirmaciones de la Escritura en Génesis 1 y 2 se encuentran en contradicción con la cosmovisión que propone la ciencia? Sugiero que la respuesta es: sí y no. Cuando se lee el relato de Génesis, es sumamente importante tratar de entender qué es lo que está intentando informar en relato primordialmente antes de afirmar una interpretación como absoluta. Sin embargo, como bien se sabe, la exégesis bíblica no puede ser realizada al margen del correcto entendimiento del horizonte cultural y social en el que se escribió el texto. Así pues, es necesario señalar que el relato del Génesis se escribió en un marco cultural e histórico particular. ¿Cuál es este marco? El profesor Armand Puig i Tàrrech, Decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Catalunya, señala lo siguiente:

Este marco son los relatos de tipo mítico sobre la creación del mundo y del hombre que surgen en el Creciente Fértil u Oriente Medio, sobre todo en Mesopotamia y particularmente en Babilonia (al sur del actual Irak), en el segundo y primer milenio aC. El texto de la Biblia se alinea, pues, con las grandes culturas de la época —sin olvidar la cultura griega, con la «Teogonía» o «lucha de los dioses» del poeta Hesíodo— y las culturas de muchos pueblos antiguos (mayas, aztecas...), si bien la relación más estrecha la mantiene sobre todo con los relatos babilonios. Estos relatos, especialmente el llamado «Enuma Elish», desarrollan una lucha primigenia —ahistórica— entre Marduk y Tiamat, entre la divinidad y el caos, siendo así que la derrota del caos explica el origen y el orden de lo creado. En la Biblia aparecen, como veremos, elementos de este marco cultural babilonio —por ejemplo, la existencia del «caos» primordial (1,2)— pero la gran novedad de la Biblia es que Dios crea con su Palabra: «Dijo Dios... y la luz existió» (1,3), «porque él lo dijo y existió» (Salmo 33,9). Las fuerzas cósmicas están radicalmente sometidas a Dios. Su soberanía no tiene competencia.[1]

Ahora bien, teniendo en cuenta dicho contexto y siguiendo al Profesor Puig i Tàrrech, se pueden esbozar seis verdades fundamentales que se deben entender al analizar el texto de Génesis, a través del paradigma mítico y cosmológico de su tiempo.


En primer lugar, la realidad es obra amorosa de Dios. Génesis 1-3 es un relato en el contexto cultural de los mitos y relatos supernaturales de los pueblos vecinos de Israel. Sin embargo, a diferencia de los otros relatos, éste enfatiza que la creación no fue el producto accidental del caos y las guerras entre los dioses, sino que Dios hizo la creación libre y amorosamente sin coerción externa y con un propósito en mente.


En segundo lugar, la obra creada es la obra que Dios realiza y funciona como conjunto. En otras palabras, la unidad, dirección y armonía fundamental de la creación son intencionales y parte de la constitución misma del cosmos.


En tercer lugar, el universo tiene una autonomía propia. Si bien es cierto que ni el universo ni ninguna cosa creada puede existir por un solo segundo sin que Dios (Ipsum esse Subsistens) les esté impartiendo el ser a cada instante, lo que es verdad es que ha dotado a las causas segundas una autonomía para obrar de tal suerte que no hay necesidad de invocar a Dios como causa próxima del obrar de las criaturas, puesto que les ha dado autonomía en su obrar.


En cuarto lugar, “crear” significa “llevar a la existencia”. Este entendimiento es fundamental, puesto que, sin dicho entendimiento, la verdad de la creación estaría siendo puesta en duda con los diversos descubrimientos científicos. Por ejemplo, si bien es verdad que hoy en día muchos cosmólogos contemporáneos afirman el inicio del universo (lo cual sugiere un poderoso aliado para la creencia en Dios), la realidad es que Tomás de Aquino y otros grandes filósofos clásicos de antaño nunca tuvieron necesidad de demostrar científicamente el inicio del universo. La creación del mundo requiere un análisis metafísico, no necesariamente científico. Por consiguiente, aunque hoy en día se puede afirmar que el mundo comenzó a existir en un momento particular en el pasado (Big Bang), no es necesario afirmar que la ciencia prueba tal para sostener la doctrina clásica de la creación. Lo único que hay que entender del Génesis, en este contexto, es que existe una real e inescapable relación de dependencia ontológica de la creación hacia Dios en todo momento. Este es un proceso que no ha concluido. Como señala William Carroll:

Para [Tomás de Aquino] no hay contradicción en la noción de un universo creado y eterno: porque aunque el universo no tuviese comienzo, todavía tendría un origen, todavía sería creado, todavía dependería de Dios para su propia existencia. Tanto si el universo es eterno o temporalmente finito tiene que ver con la clase de universo que Dios crea. El sentido fundamental de lo que significa para el mundo depender de Dios como su causa debe ser distinguido de si lo que Dios causa tiene o no un comienzo. De lo contrario, podríamos ser inducidos al error de pensar que negar el comienzo es negar esa dependencia de Dios.[3]

En quinto lugar, el ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios, lo cual le da la capacidad de relacionarse con Dios mismo. Asimismo, tiene ciertos deberes y responsabilidades para con el orden creado, puesto que debe gestionar la creación tal y como Dios mismo lo haría. En este sentido, se enfatizan dos elementos principales de la imagen y semejanza de Dios. En primer lugar, el ser humano tiene un valor inconmensurable y una vocación ineludible de reconocer a Dios y relacionarse con su Creador. En segundo lugar, el ser humano tiene una responsabilidad importantísima con su ambiente y sus recursos naturales, de tal forma que la explotación indebida y desenfrenada de la creación no es parte de la vocación fundamental del ser humano.


En sexto lugar, las experiencias humanas fundamentales pueden reducirse a tres: la acción productiva, el diálogo interpersonal (el ser humano es un ser social) y el orden moral, que se fundamenta en el bien y que sirve de base a la convivencia humana.


¿Hay contradicción entre la ciencia y la fe?

Una vez que se atiende con cuidado a algunas de las elucubraciones expuestas anteriormente, es menester recordar la pregunta: ¿hay contradicción entre Génesis y la ciencia moderna? La respuesta es interesante. Si se asume que el relato del Génesis debe reducirse a la presentación de la cosmológica de su tiempo en un sentido demasiado estricto y literal, entonces la respuesta probablemente sea en alguna medida afirmativa. Sin embargo, por otro lado, si se entiende el relato profundo de Génesis como un mensaje expresando en términos mitológicos el cual apela a verdades que trascienden al mito mismo y apuntan a verdades superiores, entonces la respuesta es absolutamente no: no hay contradicción entre el relato de Génesis y la ciencia moderna siempre que se admita tanto la autonomía de cada uno de los órdenes como la substancial diferencia de cada uno de los órdenes.


Así pues, se puede afirmar que, aunque las relaciones ciencia-fe y el estudio hermenéutico y exegético del texto pueden llegar a ser harto complejas (y no deben ser sobre-simplificadas), hay que reconocer algo de verdad en el adagio de antaño que reza así: "El texto bíblico está más interesado en señalar que el universo fue creado por Dios y para qué más que el cómo y cuándo fue creado el universo por Dios". El mensaje es claro: Dios creó el universo entero (y lo mantiene en el ser) y lo creó con un propósito específico en mente. No se debe nunca caer en el error de confundir el instrumento a través del cual se comunica la fe con el contenido mismo de la fe. Las verdades bíblicas y teológicas del cristianismo trascienden las concepciones científicas de un tiempo y contexto histórico particular. En este sentido, se puede concluir con las mismas palabras de Joseph Ratzinger:

Pues en el intento de pensar al mismo tiempo desde la fe en la creación y desde una perspectiva científica, esto es, desde la teoría de la evolución, es evidente que a la fe. En este proceso radica incluso el núcleo de todo el acontecimiento en torno al cual giran nuestras consideraciones: la fe se ve privada de su imagen del mundo, que parecía coincidir con ella, y puesta en relación con otra distinta. ¿Se puede hacer eso sin negar la identidad de la fe? Tal es precisamente nuestro problema...A este respecto puede resultar en cierto modo sorprendente y al mismo tiempo liberador que esta pregunta no se haya planteado por primera vez con nuestra generación. Los teólogos de la primitiva Iglesia se vieron confrontados básicamente con idéntica tarea. Pues la imagen bíblica del mundo, tal como se expresa en los relatos de creación del Antiguo Testamento, no era en modo alguno la suya; en el fondo, les parecía tan poco científica como a nosotros. Siempre que se habla de la antigua imagen del mundo, se incurre en un considerable error. Desde fuera, a nosotros puede parecernos unitaria; en cambio, para quienes vivían en ella, las diferencias a las que hoy nos referimos como irrelevantes resultaban decisivas. Los antiguos relatos de creación expresan la imagen del mundo del Antiguo Oriente, sobre todo de Babilonia; los padres de la Iglesia vivieron en la época helenística, a la que aquella imagen del mundo se le antojaba mítica, precientífica, insostenible en todos los sentidos. En su ayuda vino, al igual que hoy debería venir en nuestra ayuda, el hecho de que la Biblia es en realidad un corpus literario que abarca un período de mil años. Comprende desde la imagen del mundo de los babilonios hasta la del helenismo, que determina los textos creacionales de la literatura sapiencial. En estos se esboza una imagen del mundo y del acontecimiento de la creación muy distinta de la que trazan los textos creacionales del Génesis con los que tan familiarizados estamos, los cuales, por su parte, ciertamente tampoco son unitarios. El capítulo primero y el capítulo segundo de este libro bíblico ofrecen una imagen en gran medida contradictoria del transcurso de la creación. Pero eso significa que, ya en la propia Biblia, fe e imagen del mundo no son los mismo; la fe se sirve de una imagen del mundo, pero no se identifica con ella. En el proceso de formación de los textos bíblicos, esta diferencia constituía, al parecer, una obviedad no reflexionada: solo así se explica que las formas de visión del mundo en las que se representó la idea de creación cambiaran, no solo en los diferentes períodos históricos de Israel, sino también dentro de un mismo período, sin que ellos se entendiera como una amenaza para lo que realmente se pretendía decir.[2]

Referencias [1] Puig i Tàrrech, A. “Lección 2: Génesis 1-3. ¿Creación en 7 días o en 14.000 millones de años?”, texto de clase.


[2] Citado en Pablo de Felipe, ¿Qué tiene que ver la creación con el Big Bang?, Parte II. (http://www.revista-rypc.org/2016/11/que-tiene-que-ver-la-creacion-con-el.html) [3] Ratzinger, J. (Benedicto XVI), Fe y ciencia. Un diálogo necesario, Cantabria: Sal Terrae, 2011, pp. 124-125. (Negrillas mías).


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