Por Juan José Sánchez Altamirano
Es bien conocido el dictum de talante aristotélico que señala que «el hombre es por naturaleza un animal político»[1]. La experiencia humana parece indicar, más allá de todo género de duda, que el ser humano tiene tendencias intrínsecas que lo impulsan a buscar inexorable y naturalmente la comunidad y la sociedad en mayor o menor grado. En este sentido, se puede señalar que el hecho de que el ser humano sea social por naturaleza implicaría también necesariamente que el ser humano sólo podría vivir plenamente en el contexto de una comunidad. Es decir, tomando las afirmaciones anteriores como verdaderas ex hypothesi, habría que señalar que el ser humano sólo podría desplegar su potencialidades propias e intrínsecas en el contexto del ámbito comunitario. No obstante, dicha conclusión tiene como corolario, a su vez, la ineluctable cuestión del Estado y su forma de gobierno. De hecho, si bien es cierto que el ser humano es un ser social y comunitario, cabe plantearse la pregunta de la necesidad o deseabilidad del Estado. ¿Cuál es la función del Estado? ¿Es un medio para un fin? ¿Es un mal necesario? En efecto, ninguna de estas preguntas es ajena al discurrir del pensamiento filosófico. Por el contrario, tales cuestionamientos han apremiado a una buena cantidad de filósofos a la largo de la historia del pensamiento occidental.
Así pues, resulta menester llevar a cabo un sucinto análisis sobre la deseabilidad y necesidad del estado. En este sentido, con vistas a llegar a la consecución de una primera respuesta en términos esquemáticos, se analizará a continuación, grosso modo, el pensamiento de dos celebérrimas tradiciones filosóficas sobre la cuestión del Estado: la marxista y la aristotélica. Este análisis tendrá lugar a partir de tres planteamientos. En primer lugar, se buscará esclarecer lo más posible qué constituye tanto la necesidad como la desiderabilidad del Estado. En efecto, este paso resulta fundamental, puesto que, si no hay conocimiento alguno de qué constituiría la necesidad o desiderabilidad del Estado, difícilmente se podrán evaluar la cuestión. En segundo lugar, se bosquejarán algunas de las reflexiones que Karl Marx plantea en el Manifiesto del Partido Comunista, y se evaluará la importancia que esto tiene para el tema en cuestión. En tercer lugar, se intentará delimitar algunos aspectos del pensamiento general de la tradición aristotélica, particularmente en lo concerniente al Estado en cuanto deseable y necesario para el vivir humano. Por consiguiente, se sugiere que, si se lleva a cabo tal metodología con precisión, se podrán esbozar algunas respuestas y acercamientos iniciales a la cuestión de si es deseable y necesario el Estado.
Analícese, pues, en primer término, qué significa que el Estado sea necesario o deseable. Cuando se habla de necesidad en este contexto, ¿se sugiere el entendimiento de necesidad en términos apodícticos? Es decir, cuando se dice que el Estado es (o no es) necesario, ¿se está hablando de que el Estado no puede no existir en un sentido profundamente metafísico? Esto, desde luego, resulta absurdo, puesto que el Estado requiere de seres humanos para existir, los cuales —como es admitido generalmente por la mayoría— podrían no haber existido. Pero ¿es el Estado necesario en otro sentido? Por ejemplo, ¿es el Estado la conclusión lógica —y, por consiguiente, necesaria— del Espíritu Absoluto, es decir, del despliegue de un inescapable proceso dialéctico, el cual gradualmente adquiere una autoconsciencia mayor en clave de sus instituciones y organismos sociales? Si bien se puede vislumbrar una mayor plausibilidad de este sentido de necesidad, parece que podría plantearse la necesidad en términos más simples. En efecto, en el contexto actual, entiéndase por necesidad, lato sensu, aquella condición o condiciones estructuralmente previas que deben estar presentes, para que se llegue a la consecución de un determinado fin. Dicho en otros términos: si una determinada entidad o estructura sociopolítica (v. gr.: el Estado) ha de ser necesaria, entonces tal entidad o estructura sociopolítica debe constituir una precondición hasta el punto que, si ésta no estuviese presente, entonces no se obtendría la consecución del fin en cuestión.
Asimismo, es menester sugerir que, si bien se puede entender deseable y necesario como dos aspectos de un mismo análisis, se requiere una especial separación, a razón de sus distintos «estatutos ontológicos». En efecto, mientras que necesidad hace referencia al statu quo de una determinada estructura en términos mayormente[2]objetivos, la desiderabilidad hace referencia a dicho statu quo en términos mayormente subjetivos. Por consiguiente, entiéndase por desiderabilidad, en este contexto particular (i. e., si es deseable el Estado), como aquella condición propia de los sujetos —entendidos tanto en términos individuales como colectivos— a partir de la cual éstos se autoperciben como carentes de ciertas perfecciones propias de su constitución antropológica, las cuales deben ser adquiridas. En este sentido, el Estado será deseable para un sujeto si y sólo sí éste percibe que el Estado contribuirá a su pleno perfeccionamiento como ser humano. Este último punto será fundamental para poder distinguir algunas de las diferencias entre Marx y la tradición aristotélica.
Habiendo señalado lo anterior, habrá que tratar de esquematizar, a grandes rasgos, el pensamiento marxista[3], con respecto a la cuestión del Estado. En primer término, hay que señalar que Marx, en el Manifiesto del Partido Comunista, parece entender por Estado el poder político que un grupo en particular ejerce sobre otro: «El poder político en sentido estricto es el poder organizado de una clase para la opresión de otra»[4]. Esto es interesante en el contexto de su teoría social, económica y política, puesto que, siendo el Estado parte fundamental del proceso de revolución del proletariado y de la lucha de clases, éste habrá quedado relegado a un segundo término una vez que el proletariado llegue al poder. De hecho, no sólo quedará en segundo término, sino que se llegará a su abolición por completo:
Una vez desaparecidas en el curso de la evolución las diferencias de clases y concentrada toda la producción en las manos de los individuos asociados, el poder público pierde el carácter político… Si en la lucha contra la burguesía el proletariado se unifica necesariamente en clase, se convierte en clase dominante en virtud de una revolución y suprime, como clase dominante, por la fuerza las viejas relaciones de producción, entonces suprime, con estas relaciones de producción, las condiciones de existencia de la contradicción de clases, las clases en general y con ello su propio dominio como clase […]
El lugar de la vieja sociedad burguesa con sus clases y contradicciones de clases pasa a ser ocupado por una asociación en la que el libre desarrollo de cada cual es la condición para el libre desarrollo de todos.[5]
En este sentido, parece que la abolición de clases y, por consiguiente, la abolición del Estado en cuanto tal es inminente e ineluctable. Hay que recordar que, para Marx, la dialéctica materialista, que se lleva a cabo en clave de la lucha de clases a lo largo de la historia humana, es inexorable. Marx hace un análisis de la evolución de la economía hasta su presunto término propio. En esta evolución económica, las relaciones feudales (nivel político), por ejemplo, después de un cierto tiempo, ya no se correspondían con las fuerzas productivas (nivel económico) que estaban surgiendo en la historia. Dicha tensión dialéctica tuvo como consecuencia el surgimiento de la burguesía, la cuál a su vez adoptó, por un lado, una constitución política acorde con el momento histórico y, por otro lado, la libre competencia como marco de referencia económico propio. Sin embargo, en el seno de dicha relación, se fue fraguando la manifestación revolucionaria de la inconformidad de las fuerzas productivas modernas (entendidas en términos del proletariado) contra las relaciones de producción, las cuales, como era de esperarse, están basadas, en último término, en la propiedad privada. En efecto, la propiedad privada es, pues, la condición de la existencia de la burguesía en cuanto clase dominante.
Así pues, debido a que la propiedad privada, a través de las relaciones de explotación de la fuerza de trabajo de los asalariados, genera, grosso modo, el capital — lo cual constituye, como se había señalado anteriormente, la condición necesaria para la burguesía—, esto orilla a que se siga buscando generar aún más relaciones productivas, las cuales llevan, en último término, a crisis comerciales en clave de sobreproducción. ¿Cómo se superan estas crisis? Según Marx, hay dos maneras fundamentales: 1) «mediante la destrucción forzada de una masa de fuerzas productivas»[6] (despidos); y 2) «mediante la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de mercados viejos»[7]. De esta manera, «las armas con las que la burguesía ha abatido al feudalismo se vuelven ahora contra la propia burguesía»[8], puesto que, después de que los proletarios han vendido su fuerza de trabajo como cualquier otra mercancía (lo cual equivale en Marx a los costes de producción), éstos, viendo que cada vez hay más proletarios y menos burgueses en sentido propio, comienzan a organizarse y a unificarse, con vistas a derrocar violentamente[9] al gobierno.
En este sentido, la brecha tan desigual en las relaciones de producción y su consecuente centralización política[10] parece ser, para Marx, un paso inevitable, para llegar a la abolición de clases y, en consecuencia, también a la abolición del Estado. En efecto, después de un breve período en el cual el Estado juega un papel instrumental, éste dejará de ser posteriormente tanto necesario como deseable, aunque, antes de llegar al fin del proceso dialéctico de la lucha de clases, el Estado es, efectivamente, tanto necesario como deseable. Como señala Marx:
El proletariado utilizará su dominio político para ir arrancando gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase dominante, y para incrementar con la mayor rapidez posible la masa de las fuerzas productivas […]
En un principio tal cosa sólo podrá ocurrir, naturalmente, mediante intervenciones despóticas en el derecho de propiedad y en las relaciones burguesas de producción, e virtud, pues, de medidas que parecen económicamente insuficientes e insostenibles, pero que en el curso del movimiento se sobrepasan a sí mismas y son inevitables como medio para revolucionar todo el modo de producción.[11]
Por otro lado, habiendo analizado sucintamente algunos de los elementos fundamentales sobre la perspectiva de Marx, es posible señalar que, para Aristóteles, el Estado no constituye sólo un instrumento para un fin. Al contrario, para Aristóteles y la tradición aristotélica, el Estado tiene como fin propio «el bien común»[12]. En este sentido, el Estado es una condición para el perfeccionamiento del ser humano individual en cuanto parte de una comunidad. Como señala Cruz Prados:
Que la naturaleza humana se actualiza en sociedad significa que la sociedad es el ámbito específico de esta actualización, la ocasión y la forma de la constitución práctica de nuestra naturaleza. Practicar nuestra condición humana, ser humanos en la práctica, consiste en nuestro mismo vivir social, en nuestro mismo participar en la sociedad, participando así del bien común, de la clase de bien que nos corresponde por naturaleza, y que no es otra cosa que la misma perfección de la sociedad. La actualización de nuestra naturaleza es la actualización de nuestra sociabilidad.[13]
Asimismo, hay que señalar que, bajo esta perspectiva, la naturaleza humana desplegará sus potencialidades intrínsecas en mayor o menor medida de acuerdo con el grado de perfección de sociedad de la que se disponga. Por consiguiente, como para Marx, el Estado sí es necesario; pero, a diferencia de Marx, el Estado no sólo es necesario instrumental y temporalmente. En efecto, no sólo es necesario para el despliegue de la virtud humana, sino que también es deseable como parte de la condición propiamente humana. En este sentido, si se toma como válido el punto de vista de la tradición aristotélica, habrá que señalar que la cuestión de deberá ser si el Estado es necesario o deseable, sino que, más bien, se deberá hacer la pregunta de qué tipo de Estado es el más propicio para que el ser humano llegue a la consecución de su fin natural y propio. No obstante, tal análisis requeriría de más espacio del que aquí se dispone.
Así pues, habiendo contratado las perspectivas de Marx y de Aristóteles, a grandísimos rasgos y de manera sumamente sucinta, habrá que decir que, desde mi perspectiva, parece más plausible decantarse por una posición aristotélica en esta cuestión. Si bien es verdad que hay supuestos ontológicos de fondo que deben ser tratado, no parece descabellado sugerir que el Estado en cuanto necesario y deseable, en términos aristotélicos pero matizados, podría constituir un posición prima facie defendible y sumamente sugerente. Por esta razón, habrá que continuar estudiando más profundamente algunas ramificaciones de dicha postura.
Referencias
[1] Aristóteles, Política, Madrid: Gredos, 2018, 1278 b 14. [2] Debe señalarse que aquí se utiliza el término mayormente, debido a que se puede hablar de desiderabilidad también en términos objetivos, haciendo algunos matices. No obstante, para efectos de este trabajo, se sugiere tratar al deseo como un elemento exclusivamente subjetivo, a sabiendas que éste puede adquirir matices importantes con un tratamiento posterior. [3] Nótese que, en el análisis que viene a continuación, no sugiere que todo el pensamiento marxista tenga las implicaciones que siguen en este ensayo. Más bien, sólo se considerará el pensamiento de Marx en cuanto que expuesto en su Manifiesto del Partido Comunista. [4] Marx, K., Manifiesto del Partido Comunista, Trad. Jacobo Muñoz Veiga, Madrid: Gredos, 2014, pp. 337-338. [5] Ídem. [6] Ibid., p. 322. [7] Ídem. [8] Ídem. [9] Cf. Marx, K., op. cit., p 355. [10] Marx, K. op. cit., p. 320. [11] Ibid., pp. 336-337 [12] Aristóteles, op. cit., 1279a 11. [13] Cruz Prados, A., Filosofía política, Pamplona: EUNSA, 2009 pp. 16-17.
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