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Breves reflexiones sobre el «Mes del Orgullo»: una perspectiva cristiana

Actualizado: 24 jun 2023



Introducción

Según el calendario cultural imperante, junio es el mes del orgullo. Los Dodgers, un equipo de beisbol estadounidense, se han visto envueltos recientemente en una controversia candente, después de haber solicitado a las Hermanas de la Perpetua Indulgencia (Sisters of Perpetual Indulgence) —un grupo bien conocido de activistas trans y queer de San Francisco que se visten como monjas— que ya no participaran en un evento nocturno celebrado por los Dodgers, conmemorando la noche del orgullo (Pride Night). En México y Estados Unidos, la Drag Queen Story Hour ya es un hecho: un evento en el que drag queens les leen cuentos a los niños, con vistas a «contar un cuento que puede tratar temas de igualdad, equidad de género y discapacidad». El valor de mercado de la empresa estadounidense Target ha caído sesenta mil millones de dólares desde el pasado lunes, debido a algunas controversias en torno a ciertas prendas que estaban destinada a cubrir y «esconder» los genitales masculinos («“tuck-friendly” swimwear»), prendas que apuntaban lógicamente a complacer las demandas indumentarias de la comunidad trans. En 2020, J. K. Rowling —la autora de la celebérrima saga Harry Potter— fue gravemente increpada y vituperada por hablar, en su búsqueda de defender y salvaguardar la seguridad de las mujeres, en contra del movimiento trans, especialmente en la medida en que cualquier varón que «se identificara como mujer» podría acceder a espacios destinados a mujeres (baños, prisión de mujeres, etc.). De hecho, en México, varias universidades están ya adoptando políticas de «baños inclusivos». Por otro lado, no es poco común que las minorías sexuales sufran violencia de distintos tipos, incluyendo ataques a la integridad física de personas pertenecientes al colectivo LGBTQ+. El pasado 30 de mayo, se inundaron las redes sociales de titulares que mostraban cómo, bajo el auspicio del presidente de Uganda, Yoweri Museveni, se había aprobado una polémica ley antihomosexualidad, ley que incluía presuntamente tiempo en prisión y pena de muerte para quienes tuvieran comportamientos homosexuales. A su vez, hay consternación por parte de muchas personas de que movimientos como el Movimiento activista pedófilo sean incorporados en la agenda política actual.



¿Qué pensar de todo esto? En el fragor de estas y muchas otras controversias similares, algunas personas se hallan sumamente desconcertadas, y se preguntan hacia dónde estamos yendo como sociedad, puesto que ésta cada vez se halla más y más polarizada. También la Iglesia se cuestiona sobre cómo hemos de actuar como cristianos ante este tipo de fenómenos culturales. En efecto, los valores judeocristianos tradicionales están siendo paulatinamente abandonados en pos de nuevos valores, valores progresistas y deconstruccionistas, valores que buscan instaurarse abiertamente en contra de las estructuras legales, morales, teológicas, socioculturales, políticas y familiares establecidas originalmente en la tesitura de la cristiandad. En este sentido, la comunidad LGBTQ+ se ha erigido como un movimiento social de mucha fuerza y altamente mediático, cuyo estandarte se enarbola en contra del statu quo y la «heteronormatividad» transmitida. Tan fuerte es este fenómeno que difícilmente se puede navegar las redes sociales sin encontrar algo relacionado con este movimiento: podcasts, memes, historias, publicidad, etc. Recientemente, incluso la Organización de las Naciones Unidas ha subrayado como prioridad de la agenda 2030 la inclusión de este grupo en todas las estructuras políticas y económicas de la sociedad. Así pues, sin duda estamos ante un movimiento cultural que tiene repercusiones e implicaciones importantísimas para el futuro del mundo en el que viviremos, independientemente de si uno está a favor del movimiento o no.


Ante esta situación, cabe hacerse algunas preguntas: ¿qué debería pensar el cristiano? ¿Cómo debería reaccionar el cristiano ante las tentativas de cambiar la cultura actual? ¿Es todo cambio malo y contrario a las Escrituras? ¿Qué significa tolerancia e inclusión? ¿Está la Iglesia siendo tolerante e inclusiva? ¿Debe serlo? ¿Qué dice la Biblia al respecto? Éstas y preguntas semejantes son las que buscaré abordar brevemente en esta reflexión desde una perspectiva cristiana. Ciertamente, a la luz de los acontecimientos recién mencionados, no parece haber frivolidad alguna en desplegar justo en este mes algunas de mis reflexiones sobre esta temática. Así pues, a continuación, me abocaré a explicar tres de los aspectos que a mí me parecen más importante enfatizar en este contexto, aspectos que espero nos conduzcan a todos —pero especialmente a los creyentes— a la reflexión profunda, no sólo en torno a lo que atañe al «mes del orgullo», sino también en torno a la relación del cristiano con su sociedad en general. En primer lugar, me gustaría revisar por qué estoy escribiendo este trabajo desde una perspectiva cristiana (y mexicana). En segundo lugar, me gustaría reflexionar sobre la tolerancia y la inclusión en la Iglesia. Y, finalmente, me enfocaré muy brevemente, en calidad de laico, en buscar esbozar lo que considero que enseña la Biblia a este respecto sobre algunos de los fenómenos culturales que nos interpelan hoy.



¿Por qué una perspectiva cristiana?

Toda mi vida he sido cristiano. Como muchos mexicanos, nací en el seno de una familia católico-romana en la cual se cultivaban muchos de los valores judeocristianos tradicionales: íbamos a misa, rezábamos en las noches, etc. Nada fuera de lo ordinario. Después de tener un radical encuentro con Jesucristo, mis padres se volcaron hacia la tradición evangélica, de la cual formo parte todavía hoy en día. Al crecer, pude convivir e interactuar con distintas denominaciones cristianas, tanto institucional como personalmente: bautistas, «bíblicos», presbiterianos, metodistas, católicos romanos y anglicanos (iglesia de la cual soy miembro activo). Si bien es cierto que —como diría mi padre— «en todos lados se cuecen habas», muchos de los creyentes que he podido encontrar son cristianos comprometidos, personas que aman a Cristo y a los demás; varios de ellos buscan ser «buenos cristianos», es decir, cristianos que predican con el ejemplo, cristianos que viven una vida de acuerdo con sus convicciones más profundas. Así que, considero que puedo decir que he conocido el cristianismo mexicano y latinoamericano de cerca, pudiendo ver de primera mano cómo se despliegan muchas de las relaciones sociales dentro de diversos contextos eclesiales. Por dichas razones, me siento autorizado, en alguna medida, para dar mi opinión sobre cómo veo el famoso (o infame) pride month desde una «perspectiva cristiana».


Pero ahora hay que responder una pregunta adicional, una que, aunque pudiera parecer ingenua en un primer momento, resonará en los oídos de muchos que no han experimentado la comunión cristiana en persona. Si los cristianos son como los describí anteriormente, ¿no deberían simplemente amar a la comunidad LGBTQ+ sin tapujos ni reservas? ¿Por qué la reticencia de muchos cristianos de aceptar a dicha comunidad? ¿Acaso no es verdad que «el amor es amor»? Y si ése es el caso, entonces ¿no deberían los cristianos, en cuanto que defienden el amor, amar y dejar amar? Quisiera responder muchas de estas preguntas inmediatamente. Pero, antes de pasar a responder concretamente muchas de ellas, hay que señalar lo obvio: ningún cristiano es perfecto; de hecho, ningún ser humano es perfecto, como bien lo entendió Hannah Montana en su canción. Ése es precisamente el mensaje del Evangelio (Rom. 3:10-18), y ésa es una de las razones por las que estoy escribiendo estas reflexiones. En efecto, no sólo no hay ningún cristiano que cumpla perfectamente el mandamiento del amor a Dios y al prójimo de Jesucristo (Marcos 12:28-34), sino que también muchas veces «el pueblo perece por falta de conocimiento» (Os. 4:6). De hecho, el tema de la inclusión y aceptación dentro de la Iglesia ha sido un tema sumamente divisivo en año recientes dentro de la misma Iglesia. Es por eso que el vivir cristiano constituye un constante crecer, interpretar y reinterpretar las Escrituras a la luz de nuevos descubrimientos existenciales, de nuevas vivencias y de nuevas perspectivas; quien crea que puede agotar alguna vez la riqueza del mensaje bíblico en una sola época, se equivoca, y se equivoca garrafalmente. Naturalmente, estudiar la Biblia requiere bastante esfuerzo, estudio y diligencia, y, desafortunadamente, no es fácil muchas veces interpretar adecuadamente las Escrituras; y, sin embargo, sí es fácil encontrar creyentes cuyos prejuicios culturales y subculturales les impidan volver a las Escrituras y a Cristo de manera más receptiva, con miras a tratar de entender humildemente el mensaje de la Cruz, a la luz de nuestra cultura actual.



En este sentido, todo cristiano tiene que volver a hacer la labor de interpretación. Toda nueva generación tiene que repensar por sí misma su realidad a la luz de la Palabra, no pudiendo jamás dejarle dicha tarea a un único «interprete autorizado e infalible» (Juan 5:39; Hechos 17:11). Asimismo, la realidad cultural en la que nos movemos nos interpelará, y nos exigirá replantearnos muchas preguntas con nuevos ojos. El estudio serio de la teología implica desentrañar aquellos elementos que constituyen parte de la cultura y momento histórico de las Escrituras y aquellos principios que son perennes. En efecto, la Biblia constituye una unidad literaria y divinamente inspirada. Y, sin embargo, el trabajo hermenéutico (de interpretación) comporta tratar cada género literario en serio, interpretando la poesía como poesía, las normas culturales como normas culturales y los principios eternos e inamovibles como tales. Como decía el celebérrimo teólogo Joseph Ratzinger:

«Pero eso significa que, ya en la propia Biblia, fe e imagen del mundo no son lo mismo; la fe se sirve de una imagen del mundo, pero no se identifica con ella. En el proceso de formación de los textos bíblicos, esta diferencia constituía, al parecer, una obviedad no reflexionada: sólo así se explica que las formas de visión del mundo en las que se representó la idea de creación cambiaran, no solo en los diferentes períodos históricos de Israel, sino también dentro de un mismo período, sin que ello se entendiera como una amenaza para lo que realmente se pretendía decir.
» Esta sensibilidad para la intrínseca amplitud de la fe solo desapareció cuando la llamada exégesis literal comenzó a imponerse y, con ello, se perdió la mirada para la trascendencia de la palabra de Dios respecto de todas sus formas singulares de expresión» (Ratzinger, 2010, p. 125).

Es por eso que hay que repensar la cultura desde la perspectiva bíblica y cristiana. He podido ver cómo en ocasiones la Iglesia (el cuerpo de creyentes) no busca activamente pensar seriamente las situaciones culturales de la actualidad. La Biblia nos ayuda a interpretar la cultura; y, a su vez, la cultura nos condicionará y exigirá la constante reinterpretación de la Biblia en sus aplicaciones culturales, sociales y políticas. La Biblia es la autoridad más alta para el cristiano, pero ha de ser interpretada con auxilio de la razón —razón que es intrínsecamente hermenéutica— y de la tradición. Siendo seres humanos finitos y contingentes, nuestro entendimiento e interpretación es falible; nuestro conocimiento está histórica y culturalmente condicionado. Y, sin embargo, la crítica e interpretación cultural constituye una tarea insoslayable para el cristiano que quiera seguir la voluntad de Dios, tal y como se revela en las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento. Lo único que queda es orar para que, con la guía del Espíritu Santo, el cristiano pueda seguir llevando a cabo la labor que Dios nos da: predicar el Evangelio. El Evangelio llama al arrepentimiento individual y colectivamente. Y la predicación del Evangelio entraña seguir el radical mandato de amar a Dios y a mi prójimo como a mí mismo, sin importar su género u orientación sexual.



Tolerancia, inclusión y pecado en la Iglesia

Recientemente, fui al museo de Memoria y Tolerancia en Ciudad de México. Éste se divide en dos secciones principales: la sección de memoria y la sección de tolerancia. En la sección de memoria, la experiencia es al mismo tiempo fascinante y aterradora, puesto que, en ésta, uno puede observar de manera bastante gráfica cómo se fueron desenvolviendo los eventos de la Segunda Guerra Mundial, incluyendo el exterminio de los judíos en el Holocausto. Se puede observar cómo el discurso sociopolítico nazi deshumanizaba a los judíos; se les consideraba infrahumanos, y se les trataba como tal. Las imágenes que se van desplegando ante los ojos son sumamente aleccionadoras. No permiten indiferencia alguna: cartas, videos, instrumentos utilizados, vagones, fotografías e historias conmovedoras. Claro que, entre las filas de aquellos que eran enviados a los campos de concentración, no sólo se hallaban judíos, sino también gitanos, testigos de Jehová y homosexuales. Durante el recorrido, se hizo hincapié —y con razón— en que el discurso pronunciado en Alemania nazi había de ser catalogado tajantemente como «discurso de odio» en la medida en que se buscaba el exterminio de estos grupos por cualquier medio que fuera necesario.


Después de haber atravesado la primera sección, nos dispusimos a entrar en la segunda sección: la sección de tolerancia. Al entrar a esta sección, inmediatamente uno se topa con la siguiente definición de tolerancia:

«Tolerancia es la relación armónica de nuestras diferencias. No es aguantar, conceder o tener paciencia. Consiste en el respeto, la aceptación y el aprecio de la diversidad. Es la virtud que hace posible la paz. Contribuye a sustituir la cultura de guerra por la cultura de paz».

No es totalmente inadecuada esa definición. Pero me parece que tiene algunas carencias importantes, las cuales esbozaré más adelante. En todo caso, hay que subrayar que, a lo largo del recorrido, uno encuentra fenómenos culturales y sociales actuales que invitan indefectiblemente a la reflexión profusa. Se pone de relieve la falta de acceso a la educación, la brecha salarial, la discriminación contra las personas discapacitadas, contra las personas viviendo en situación de calle, contra las mujeres, contra algunas personas religiosas, contra los indígenas y contra los integrantes del movimiento LGBTQ+. En este contexto, se señaló la importancia de la inclusión, la cual se definía en los siguientes términos:

«Ser incluyente es tener aceptación respeto y aprecio hacia la diversidad. Implica derribar las barreras que nos impiden integrar a todos aquellos que enriquecen nuestras vidas y fortalecen a la sociedad. El valor de la diversidad está íntimamente relacionado con el inclusión».

Habrá que revisar también esa definición. Es, pues, en el contexto de estas definiciones que me gustaría hacer dos cosas. En primer lugar, me gustaría revisar dichas definiciones, con miras a determinar si son definiciones adecuadas de las actitudes de la tolerancia y la inclusión. Si no lo son, habrá que hacer algunos matices a dicha definición, para poder tener la definición óptima de ambos términos. En segundo lugar, me gustaría evaluar brevemente cuál es mi perspectiva sobre la Iglesia con respecto a estas dos actividades (la tolerancia y la inclusión). ¿Somos suficientemente inclusivos y tolerantes en la Iglesia? ¿Nos manda Cristo a tolerar e incluir? ¿Podríamos estar incurriendo en pecado, desde el punto de vista de las Escrituras, si fallamos en la inclusión y tolerancia de algunos entre las filas de la comunidad LGBTQ+?



Tolerancia e inclusión

¿Son válidas las definiciones de tolerancia e inclusión arriba expuestas? Me parece que no completamente. En el mejor de los casos, la definición necesita algunos matices importantes. En primer término, hay que decir que el vocablo tolerancia viene del latín tolero, toleras, tolerare, toleravi, toleratum, que significa 'soportar', 'resistir', 'aguantar', 'combatir', etc. (Pimentel-Álvarez, p. 794). Así que, decir que tolerancia «no es aguantar» resulta ser, en alguna medida, contario a origen etimológico de la palabra. En efecto, la RAE ha definido tolerar en términos semejantes: 'llevar con paciencia', 'permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente', 'resistir, soportar...', 'respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferente o contrarias a las propias'. Así pues, sugerir que tolerar no implica, en alguna medida, «tener paciencia» o «aguantar» resulta ligeramente ingenuo. La definición de tolerancia expuesta en el museo señala que «consiste en la... aceptación». Pero, hay que preguntarse lo siguiente: si tolerar es aceptar, ¿por qué no decimos simplemente aceptar? Hay que decirlo con claridad: la aceptación no puede ser absoluta, porque, de otra manera, no estaríamos «tolerando» nada, sino simplemente aceptándolo. De hecho, parece que el término tolerar tiene generalmente la connotación —como señala la RAE— de «respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferente o contrarias a las propias». Pero, si son diferentes o contrarias a las propias, resulta sumamente extraño decir que las estoy «aceptando» en sentido absoluto, de la misma manera que sonaría extraño que un ateo dijera que tolerar las religiones comporta aceptarlas; en efecto, si las aceptara, no sería ateo. Quizá podría decirse que acepto que la otra persona sostenga una visión del mundo distinta de la mía. Pero, eso no parece poder equipararse, en sentido estricto, a decir que estoy aceptando la visión del mundo del otro.


En segundo lugar, hay que preguntarse si la tolerancia puede erigirse como un valor absoluto. ¿Uno debería tolerar a toda costa? Alguna vez alguien me dijo que «no hay virtud alguna en un verbo transitivo». ¿Por qué? Pues bien, un verbo transitivo es grosso modo aquél que exige un objeto directo. Si yo digo: «Yo digo...», alguien podría fácilmente preguntarme: «¿Tú dices qué?». ¿Digo bendiciones? ¿Digo malas palabras? ¿Digo herejías? ¿Digo poemas? Resulta que, en el caso de los verbos transitivos, el objeto directo es de suma importancia. Si yo digo: «Yo amo...», uno podría preguntarse qué es lo que yo amo. ¿Amo a mi esposa? ¿Amo la pornografía? ¿Amo la guerra? ¿Amo la paz? ¿Amo las bombas atómicas, las masacres y el violar mujeres? La verdad es que resulta bien difícil y peligroso espetar verbos transitivos sin un objeto directo definido: amar, tolerar, incluir, etc. Todos estos verbos han de ser analizados en un contexto discursivo concretísimo, para que puedan tener connotaciones positivas... o negativas. Por eso, decir «amar es amar» resulta una perogrullada que no nos dice absolutamente nada. En cualquier caso, parecería que no debemos tolerar a toda costa. No debemos tolerar la violencia contra las mujeres, contra los hombres, ni contra nadie; no debemos tolerar la esclavitud moderna; no debemos tolerar la masacre de bebés, y, ciertamente, no deberíamos tolerar la violación de derechos humanos que está imperando actualmente en México.


Con respecto al vocablo inclusión, podrían aducirse razones semejantes para ser precavidos al momento de utilizar dicho término. Según la definición del museo, ser incluyentes también implica la aceptación. Pero, incluir también es un verbo transitivo, lo cual genera nuevamente algunos problemas. ¿Tenemos que incluir absolutamente a todos en todo momento y en todo lugar? Pues, no necesariamente. Pese a que posiblemente no vamos a privarle de su vida a un violador y pedófilo, definitivamente no lo voy a incluir como maestro de maternal, ni como maestro de preprimaria o primaria. ¿Estoy siendo excluyente? Por supuesto que sí. Aunque no excluyo a esta persona de la sociedad en su conjunto, no puedo incluirlo en todo contexto social. Asimismo, no puedo incluir a absolutamente todo el mundo en las decisiones de mi matrimonio y de mi familia. Tampoco puedo incluir a las mujeres, por más fuertes que sean, en un juego profesional de futbol americano masculino (p. e., NFL). La verdad es por definición excluyente. Si defino manzana como una fruta que tiene ciertas propiedades, necesariamente tendré que excluir a cualquier fruta que no tenga esas propiedades. ¿Estoy siendo «frutafóbico» si le explico a un niño que manzanas y peras no son lo mismo, aunque él crea que sí lo son? Sin duda el tema que nos atañe es sumamente más complejo. Pero mi punto es que la exclusión es necesaria en ocasiones; requiere un contexto apropiado para que se pueda pasar de exclusión a inclusión legítimamente. ¿Estoy siendo muy «retrógrada»? ¿Pasado de moda? Me parece que no es el caso, pero siempre hay gente que opina eso. Supongo que no querrán incluirme dentro de las personas que les «caen bien»; pero bien dice el dicho mexicano: «nadie es monedita de oro como para caerle bien a todo el mundo».


En cualquier caso, la pregunta es si todos —y especialmente los cristianos— deberíamos tolerar e incluir al movimiento LGBTQ+. Si sí hay que hacerlo, ¿cómo hay que hacerlo? Si no, ¿por qué no? Éstas son algunas de las preguntas que la Iglesia no se puede dar el lujo de no responder en estos tiempos.



Tolerancia e inclusión en la Iglesia

He conocido a algunos creyentes que consideran que las personas LGBTQ+ no pueden llegar a ser salvos. Con esto se quiere decir que, por ejemplo, una mujer que sienta atracción hacia otra mujer jamás podría estar en la presencia de Cristo. También algunos parecerían sugerir que, si uno es cristiano, jamás se podría ser homosexual. Es decir, si uno cree en Jesucristo como su Señor y Salvador, entonces uno automáticamente será heterosexual en sus inclinaciones. Aunque muchos cristianos pudieran creer esto, la realidad es que existen muchos cristianos que batallan con su orientación sexual tanto como un alcohólico batalla con el alcoholismo. ¿Diríamos que si un cristiano es alcohólico, entonces ya no es cristiano? ¿Qué pasaría si el cristiano fuera mentiroso? ¿Seguiría siendo cristiano? ¿Y si el cristiano ve pornografía, deja de ser cristiano? En suma, si el cristiano peca, ¿deja de ser cristiano? Naturalmente, la respuesta es que no: el cristiano sigue siendo cristiano, incluso cuando peca. De hecho, el cristiano está en un proceso de santificación constante, proceso que no termina, sino hasta la muerte de la persona.


En este sentido, la Iglesia ha abrazado indebidamente prejuicios culturales heredados del pasado, en la medida en que ha establecido inconscientemente una jerarquía de pecados que ha permanecido como parte del imaginario colectivo cristiano por varias generaciones. Los cristianos hemos estigmatizado la homosexualidad, el lesbianismo, la bisexualidad, etc., como pecados virtualmente imperdonables. Esta actitud, por desgracia, no nos ha permitido voltear a ver el sufrimiento de muchas de las personas que pertenecen al colectivo LGBTQ+. Muchos de ellos quisieran no tener esos sentimientos ya, y sufren depresión y ansiedad conforme ven que la iglesias los tildan, en muchas ocasiones, de pecadores a ultranza, en una categoría muy distinta de la de los otros pecados.


Así pues, ¿deberíamos tolerar e incluir a los integrantes del colectivo LGBTQ+? Respuesta: por supuesto que sí. Cristo nunca ha impedido que nadie se acerque a él (Mateo 11:28-30). Pero, cuando venimos a Él, se requiere que estemos dispuestos a dejarnos ser transformados por Él, sea que se trate de una persona heterosexual-cisgénero o de cualquier otra persona. Creo que la Iglesia tiene que aprender a incluir a todos los que quieran venir a la Iglesia, en la medida en que deseen encontrarse con Jesucristo. Es una inclusión condicional. Si quieren encontrar a Dios, entonces la Iglesia no puede impedirles entrar en la Iglesia, puesto que la Iglesia está para servir a Cristo y para amar a su prójimo, independientemente de dónde vengan. Eso sí: quien quiera venir a Cristo debe reconocer que va a ser, indubitablemente, cambiado y transformado por él; el que venga a Jesús debe saber que no nos va a dejar como nos encontró. En efecto, hay cada vez más un número creciente de pastores y sacerdotes que son homosexuales no practicantes (célibes). ¡Y eso no está mal! Es decir, hay muchos creyentes que no pueden rechazar sus inclinaciones psico-eróticas; sus tendencias homosexuales siguen ahí. Pero optan por seguir a Cristo desde el celibato (1 Cor. 7:8). San Pablo no condenó la atracción homosexual, sino el acto homosexual. ¿Debemos tolerar la ideología que dice que muchos de los actos realizados por la comunidad LGBTQ+ están bien, que no son pecado? Me parece que no, de la misma manera que no deberíamos tolerar el adulterio, la pornografía, el alcoholismo en las iglesias. Pero, ¿debemos tolerar a aquellos que, teniendo orientaciones sexuales distintas a las heterosexuales (o siendo alcohólicos y estando atraídos fuertemente por el alcohol), quieren pertenecer a la Iglesia de Cristo? En dicho caso, yo diría que no hay que tolerar, sino aceptarlos en el cuerpo de Cristo, sin prejuicios, sabiendo que todos tenemos procesos vitales y existenciales que trabajar; todos somos pecadores. Cristo ama a cada uno de los miembro de la comunidad LGBTQ+ tanto como ama a los demás; ni más ni menos.



¿Qué dice la Biblia del colectivo LGBTQ+?

Lógicamente, sobre el colectivo LGBTQ+, la Biblia no dice demasiado. Efectivamente, sería anacrónico achacarle una posición a la Biblia sobre un fenómeno social que no estaba presente en el tiempo de los Apóstoles de la misma manera en la que lo está hoy en día. Me parece que es precisamente dicha situación la que ha posibilitado la confusión de la Iglesia hoy en día. Aún así, me gustaría esbozar rápidamente algunos errores que se pueden cometer, los cuales podrían ayudarnos a seguir reflexionando en el futuro.


Error #1: Escuchar demasiado a la cultura

En primer lugar, hay que ser muy cuidadosos como cristianos de saber que el cristianismo es originariamente contracultural. Desde el inicio del cristianismo hasta nuestros tiempos, ser cristiano comprometido y radical nunca ha sido visto como algo demasiado positivo. La cultura siempre querrá marcar la agenda social y política, pero es propio del cristiano maduro aprender a discernir los espíritus, recordando que nuestra primera lealtad es con la Verdad (Juan 14;6) antes que con la cultura o cualquier ideología imperante. En este sentido, es importante recordar lo que dice el Apóstol Juan:

«Amados, no creáis á todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas son salidos en el mundo. En esto conoced el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo es venido en carne es de Dios: Y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo es venido en carne, no es de Dios: y éste es el espíritu del anticristo, del cual vosotros habéis oído que ha de venir, y que ahora ya está en el mundo. Hijitos, vosotros sois de Dios, y los habéis vencido; porque el que en vosotros está, es mayor que el que está en el mundo. Ellos son del mundo; por eso hablan del mundo, y el mundo los oye. Nosotros somos de Dios: el que conoce á Dios, nos oye: el que no es de Dios, no nos oye. Por esto conocemos el espíritu de verdad y el espíritu de error» (1 Juan 4:1-6).


Error #2: No atender a la cultura en lo más mínimo

En el tiempo previo a la guerra civil estadounidense, había pastores que justificaban la esclavitud con la Biblia. Señalaban que en la Biblia se mencionaba la esclavitud como algo normal, es decir, era parte del statu quo. Por ejemplo, el Apóstol Pablo decía: «Siervos , obedeced a vuestros amos terrenales con temor y temblor, con sencillez de vuestro corazón, como a Cristo; no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino como siervos de Cristo, de corazón haciendo la voluntad de Dios» (Efesios 6:5-6). También se ha justificado muchas veces el que las mujeres no les pueden enseñar a los hombres a partir de lo que le dijo Pablo a Timoteo: «Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión. Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación, con modestia» (1 Timoteo 2:12-15). En este sentido, sin duda ha habido lecturas machistas y esclavistas de la Biblia, pero no fue sino a partir de algunos acontecimiento culturales y sociales que nuevas posibilidades exegéticas se abrieron. ¿Eso podría pasar con el movimiento LGBTQ+? No lo sé. Aunque hoy en día no nos lo parezca, hay que permanecer atentos a los estudiosos de la Biblia, pues definitivamente no queremos imponer arbitrariamente nuestros prejuicios culturales (para un lado o para otro) sobre las Escrituras.


La Palabra de Dios no ha cambiado, y no cambiará. Pero, nuestro entendimiento de ella sí; es progresivo; va adecuándose cada vez más al entendimiento divino, y eso no está mal. Nuestro conocimiento es falible, y no hay nadie que haya agotado la verdad bíblica en su interpretación. Mientras que es cierto que la verdad es objetiva, también es cierto que es hermenéutica, en la medida en que nadie puede agotarla plenamente en esta vida. La verdad ha de verse de manera semejante a cómo entendemos un límite matemático: nuestro entendimiento se va acercando progresivamente a la verdad sin nunca llegar a ella (en esta vida). Por consiguiente, hay que ser cuidadosos de entender aquellos elementos que son culturales en la Biblia y aquellos que son principios perennes. Cuáles son cuáles requiere mucha reflexión hermenéutica.



Error #3: Sólo escuchar a aquellos que «están de acuerdo conmigo»

Es una tendencia humana común buscar acercarse a aquellos que comparten mis posiciones, mientras que evitamos a aquellos que tienen posiciones distintas a las nuestras. A lo largo de la historia, ha habido (y sigue habiendo) muchísimas controversias teológicas: ¿cómo reconciliar ciencia y fe?, ¿cuál es la posición escatológica correcta?, ¿qué significa justificación?, ¿murió Jesucristo por todos o sólo por algunos?, ¿arminianismo, calvinismo o molinismo?, etc. Todas estas preguntas son muy importantes, pero tendrían que recordarnos algo que también es muy importante. En primer lugar, el conocimiento es dialógico. Tiene que haber diálogo si va a haber conocimiento. Uno no puede encerrarse únicamente en sus posturas, especialmente si nunca las ha puesto a prueba con otras posturas. En segundo lugar, hay que recordad que nadie es perfectamente autosuficiente; necesitamos de los otros para aprender (Efesios 4:11-13).


Error #4: Identificación errónea

Está muy de moda hablar de cómo se autoidentifica uno. Pero la mayor identificación por la que podemos bregar es la identificación con Cristo. Mi identidad está en Cristo (2 Corintios 5:17; Romanos 6; Filipenses 2:5; Efesios 2:11-22). Yo soy hijo de Dios, y eso es lo que identifica en un sentido mucho más trascendental que cualquier otra identidad. Recordemos que la identidad cristiana es una vocación universal. Todos tenemos que identificarnos como cristianos. Así que, cuando platiquemos con otros del mensaje de Cristo, enfoquémonos principalmente en hablar de la identidad cristiana más que de cualquier otro tipo de identidades.


Error #5: Querer ganar el argumento

Si el cristiano decide levantarse en contra de alguna manera de pensar u otra, la motivación principal debe siempre ser el amor al otro. ¿Qué es amor? Ése es la pregunta por antonomasia. Pero, para ser breves, hay que decir que el amor implica buscar el bien del otro. Por eso es que el Apóstol Pablo define el amor en términos de la ley:

«No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor» (Rom. 13:8-10).

Así pues, si uno busca terminar con la mutilación del cuerpo de alguien, hay que ser muy cuidadosos de recordar que no se trata de ganar argumentos; se trata de buscar el bien del otro, el bien de la sociedad en general. Si una persona considera que quiere llevar a cabo una reasignación de sexo, hay que recordar que la persona se está destruyendo a sí misma. Está destruyendo su cuerpo, el templo de Dios (1 Corintios 6:19-20), y no está aceptándose como es. Pero, reitero: no se trata de ganar argumentos, ni de probar lo «ideologizada y pecaminosa que está nuestra sociedad» o algo semejante. Se trata de buscar el bien del otro; se trata de amar. El cristiano no ha de increpar a los trans, por ejemplo, por ser trans, sino por cómo afecta su cuerpo. De manera análoga, hay que exhortar a la persona que no está en forma no porque la persona esté obesa, sino porque la persona que está obesa tiende a no estar saludable objetivamente. La exhortación es a cuidar el cuerpo, ya sea que se hable de alcohol, tabaquismo, obesidad o «transicionar». Si una determinada actividad destruye el cuerpo y la mente, la exhortación del cristiano ha de ser motivada por amor al otro. Buscando el bien del otro, me doy cuenta de que ciertas actividades sexuales son perniciosas para la salud física y psicológica, sea practicada por personas heterosexuales u homosexuales. Independientemente de la orientación sexual, la actividad sexual que destruya el cuerpo y psique es dañina.


En ocasiones, se piensa que, cuando el cristiano habla de pecado, éste piensa en una serie de preceptos etéreos, completamente incompatibles con las realidades cotidianas. Sin embargo, hay que recordar que el bien es aquello que abona a nuestro bienestar generalizado (la eudaimonía aristotélica), mientras que lo malo (el pecado) es aquello que, en el contexto de la libertad, desemboca en un alejamiento de nuestro bienestar generalizado. Si el fin propio de la alimentación es la nutrición, la alimentación que vaya en contra de la nutrición tenderá a dañarnos y, en el contexto de nuestra libertad, podrá ser considerado como un acto malo. La libertad sexual, y concretamente el acto sexual, tiene que estar orientada a la finalidad que le es propia al acto sexual, tal y como Dios lo diseñó. En parte, uno de los fines de la sexualidad es la recreación en pareja. Pero ¿a eso se reduce? Ésas son las preguntas que hay que replantearnos. Dios quiere que vivamos vidas plenas, vidas llenas de sentido y propósito, vidas que lo glorifiquen a Él y que nos permitan disfrutar de una relación con él. Pero Dios es el que establece los parámetros. Y el parámetro fundamental es el del amor.



En suma, el cristiano debe estar constantemente revisando sus motivaciones y actitudes, asegurándose de que esté actuando, hablando y discurriendo sobre estos temas motivado por el amor a Dios y al otro. Hay que amar a los miembros de la comunidad LGBTQ+ con el amor de Cristo. El amor cristiano es la vocación más elevada del ser humano. Así que, cuando entremos en este debate, independientemente de la postura que tomemos, hagámoslo desde el amor cristiano:

«Si yo puedo hablar varios idiomas humanos e incluso idiomas de ángeles, pero no tengo amor, soy como un metal que resuena o una campanilla que repica. Yo puedo tener el don de profetizar y conocer todos los secretos de Dios. También puedo tener todo el conocimiento y tener una fe que mueva montañas. Pero si no tengo amor, no soy nada. Puedo entregar todo lo que tengo para ayudar a los demás, hasta ofrecer mi cuerpo para que lo quemen.[a] Pero si no tengo amor, eso no me sirve de nada. El amor es paciente y bondadoso. El amor no es envidioso. No es presumido ni orgulloso. El amor no es descortés ni egoísta. No se enoja fácilmente. El amor no lleva cuenta de las ofensas. No se alegra de la injusticia, sino de la verdad. El amor acepta todo con paciencia. Siempre confía. Nunca pierde la esperanza. Todo lo soporta. El amor no tiene fin. Algún día, el don de profetizar cesará. El don de hablar en lenguas se acabará. El de conocimiento se terminará. Ahora sólo en parte conocemos y profetizamos, pero cuando venga lo perfecto, todo lo que es en parte se acabará. Cuando era niño hablaba como niño, pensaba como niño y razonaba como niño. Pero ya de adulto, dejé de comportarme como niño. Sucede lo mismo con nosotros. Ahora vemos todo como el reflejo tenue de un espejo oscuro, pero cuando llegue lo perfecto, nos veremos con Dios cara a cara. Ahora mi conocimiento es parcial, pero luego mi conocimiento será completo. Conoceré a Dios tal como él me conoce a mí. Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero el más grande de todos es el amor» (1 Cor. 13).

Reflexiones finales

Hacer este tipo de reflexión constituye una tarea agotadora pero insoslayable para el cristiano, y todavía más si el cristiano aspira a pensar filosófica y teológicamente, como es mi caso. Para el que aspira a pensar filosóficamente, escribir entraña muchas veces tomar parte en una reflexión in situ: escribir es pensar simultáneamente. El que aspira a filosofar tiene un deber para consigo mismo y para con la sociedad; tiene el deber de ser crítico. En ocasiones, la labor filosófica es angustiante, puesto que exige repensar muchas de las cosas que han sido consideras como la norma y el statu quo por mucho tiempo. Pensar con seriedad en Foucault, Butler y los teólogos queer mientras se escribe es complejo, sabiendo que no se pueden abordar todos los temas, y que las reflexiones exigen otras reflexiones posteriores, sabiendo que el tema tiene muchas aristas y ha dividido a la Iglesia y a la sociedad. Pero creo que la tarea tiene una importancia capital. He buscado ser fiel a Dios y su Palabra, pero también he buscado abocarme al tema con relativa seriedad, pero buscando que sea entendible para los hermanos.


Ésta ha sido mi humilde reflexión. No es definitiva: mientras uno vive, sigue reflexionando, repensando y reinterpretando las cosas. Pero espero que ésta haya ayudado a pensar a los creyentes (y no creyentes) que me acompañaron hasta el final de estas reflexiones. Sin duda, para algunos las reflexiones aquí expuestas serán pavorosamente liberales, mientras que, para otros, lo dicho anteriormente será ultraconservador. Pero estoy dispuesto a permanecer en esa constante dialéctica por amor a Dios y a mi vocación filosófica.


Referencias

  • Benedicto XVI (Joseph Ratzinger) (2010). Fe y ciencia. Un diálogo necesario, Trad. José Manuel Lozano-Gotor Perona, Madrid: Sal Terrae.

  • Pimentel Álvarez, J. (2017). Diccionario latín-español/español-latín. Vocabulario clásico, jurídico y eclesiástico, Ciudad de México: Editorial Porrúa.




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